viernes, 27 de julio de 2012

En el Lupanar: Drauca

Desde el piso superior, Drauca observaba su futuro.
El sol saboreaba en su agonía sus últimos instantes de vida y en el sangrante cielo del atardecer, teñido de un incipiente luto, comenzaba a vislumbrarse el perfil somnoliento de las estrellas y una luna llorosa, escondida tras nubes grises que amenazaban tormentas de verano. Sin embargo, la vida no se detenía por ello en las estrechas y serpenteantes calles de Pompeya: entre las resbaladizas y desgastadas piedras del pavimento crecía con esfuerzo una blancuzca flor olvidada; a lo lejos maullaba con estrépito un sarnoso gato callejero; aullaba el metálico cierre de los comercios, suspendido en un infinito lamento; y la ciudad, dormida, seguía despierta.
En la única puerta de entrada al lupanar se amontonaban los clientes en caótico barullo y la misma vieja de siempre permanecía sentada en ella con aquella horrible sonrisa desdentada y la arrugada mano extendida, inclinando rítmicamente la despejada cabeza cada vez que algún hombre, con desprecio y asco, depositaba en su palma callosa una o dos monedas. Drauca la conocía más de lo deseado. De noche, aquella vieja funcionaba como alcahueta, vigilanta y cobradora de tasas. De día, se prostituía en los cementerios por una miseria, para esos desesperados que nada podían permitirse mejor que ella. Aún creía que el proxeneta la liberaría tarde o temprano, a ella o a sus hijas, que agotadas gemían a sus espaldas con el que posiblemente fuera el décimo-octavo o décimo-noveno cliente del día. Drauca, por fortuna o bien por desgracia, estaba temporalmente retirada del servicio: ya no había ningún hombre que quisiera disfrutar de su cuerpo con aquel embarazo tan avanzado. Muy pronto-una eternidad en aquel lugar-, acabaría siendo esa vieja y el fruto de su vientre, una fulana. No había tenido valor para preguntar que ocurriría con su bebé si nacía varón. Siempre hay cosas en esta vida que es mejor no saber, aunque solo sea para aplazar aún un tiempo el sufrimiento que produce conocerlas, mientras los miedos se acumulan demasiado adentro.
Había llegado a aquella ciudad inmunda hacía seis veranos, en la bodega de un barco. El tiempo que pasó allí dentro, lo desconocía; la ruta seguida, la ignoraba...con semejantes conocimientos, jamás regresaría a casa. Tampoco quería: no tenía el valor necesario de presentarse ante sus padres y revelarlos las cosas indignas que se había visto obligada a hacer. Hubo un tiempo en que las hacía de buena gana, cuando, como aquella vieja, creía en las promesas del proxeneta aún sabiendo que eran falsas, con la desesperación enloquecida de quién busca encontrar un sentido, un objetivo, para su vida. Ahora, había vuelto a llorar contra la almohada cuando algún bruto la poseía, como si fuera una novata. Todos sus pensamientos se concentraban en aquella vida que crecía en sus entrañas, en la forma en que la nutría cada día de sentimientos que creyó olvidados, perdidos, entre sábanas sucias, sudores cálidos y rostros que se confundían. En la posibilidad maravillosa de alcanzar un nuevo comienzo, un renacer puro.
Sabía lo que tenía que hacer y conocía las consecuencias: en el mejor de los casos la muerte; en el peor, regresar al lupanar y conocer la ira del proxeneta. No le importaba asumir riesgos. No tenía miedo: era mejor vivir un solo instante de libertad que una eternidad de esclavitud. Solo padecía ansía. El día del parto se acercaba y el tiempo se agotaba. Aún así se forzó a seguir esperando junto a la ventana, a pesar de los pies hinchados y las piernas cansadas.
 Medianoche: Los gritos y golpes del proxeneta echaron a los últimos rezagados; la vieja, con un bostezo, cerró la puerta de entrada; las putas, sin voz, se durmieron en las mismas camas donde trabajaban. Drauca, arrebujada en el suelo, fingió que las imitaba. Sin embargo, permanecía alerta, atenta al alegre tintineo de las monedas al ser contadas, a la respiración dificultosa de la anciana, a la suave cadencia de los pasos de los guardias que vigilaban la mercancía agotada, a la risa borracha del proxeneta y, después, a sus profundos ronquidos y sus prolongados resoplidos.
Solo entonces, los miembros entumecidos y el corazón desbocado, se decidió Drauca por fin a moverse. Con extremo cuidado, se confió a la noche huyendo por la última de las ventanas; temblaba a pesar de sentir la diminuta cornisa bajo sus pies descalzos y rezaba con intensidad para que el peso de su vientre no la desestabilizara, para que el sudor frío de su espalda no la arrastrara al profundo abismo que se asemejaba a la calzada. Bajo sus pies, bebía sentado en la acera uno de sus guardias. Por un momento, tentada estuvo de escupir al desgraciado, recordando las muchas veces que, para adiestrarla, la había violado. Decidió, finalmente, no mirarle demasiado tiempo. Su hijo, su huida, su supervivencia, debían ser sus únicos pensamientos; ya buscaría luego como borrar de su cuerpo y su mente los malos recuerdos.
Tanteó buscando la esquina del edificio; apenas si podía alcanzarla con la yema de los dedos. "Un instante de valor, basta" se repitió para sí misma, y antes de que se diera cuenta había doblado la esquina, sentía entre sus dedos las caricias liberadoras de las sucias tejas de la casa vecina. Intentó caminar sobre los tejados sin hacer ruido. Se alejó rápido. Lo más fácil se había cumplido; estaba lejos y estaba fuera. Pero aún tenía que lograr cruzar las murallas de Pompeya  y sus vigiladas puertas antes de que el sol revelara a todos su marcha.
 Se dio cuenta de que, hasta el momento, no había pensado jamás en ello.
Hasta encontrar la forma de hacerlo, se detuvo un momento a recuperar el aliento y a disfrutar del preciso instante en el que todo se considera posible, en el que se concibe un futuro y se recuperan las arraigadas creencias que, por el aciago presente, se habían desterrado, resentida, como gilipolleces. Saboreó de nuevo la cegadora de la libertad, tan hermosa y maravillosa que paraliza, al mismo tiempo, de amor, de temor, de incredulidad y de espanto, y lloró otra vez con arrebatadora intensidad, aunque esta vez de felicidad.
En su interior, su hijo bailaba y reía contra la calidez de su columna cansada.






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