viernes, 30 de noviembre de 2012

El Rey Esclavo: Euno (12ª Parte)

Finalmente yo también caí enferma; al menos tuve la suerte de ser de las últimas. Aún tambaleándome sin césar y presa de continuos desmayos por culpa de mi debilidad, así como de una violenta fiebre que por instantes me enloquecía, no descuidé ni un solo momento el cuidado de mi marido y de mi hija. Gustosa hubiera entregado mi vida a cambio de la existencia de cualquiera de ellos, pero Atargatis, que tanto nos había favorecido en el pasado, parecía ahora sorda a las súplicas. Con Euno sumido en la inconsciencia tuve que obligarlo a tragar los ya casi translúcidos caldos que yo preparaba con lo que fuera-pues ya poco quedaba de comer en la ciudad de Enna-, abriéndole la boca por la fuerza y moviendo su garganta, con mis temblorosos dedos en su ahora huesudo y frágil cuello, hasta asegurarme de que algo, aunque solo se tratara de una o dos gotas, había caído en su estómago cada vez más consumido y pequeño. Pasaron días hasta que conseguí que abriera los ojos y todavía hube de esperar horas infinitas hasta que, poco a poco, recuperó la cordura. Apenas hubo enredado su mano en mi mano pidió con un hilo de voz rota ver a nuestra hija. Contemplar su diminuto e inocente cuerpecito reducido a pellejo y hueso por la sed y el hambre le hizo llorar lágrimas de amargura y deseó con intensidad no haber vuelto, me maldijo en silencio por haberle obligado a emprender el regreso, dijo que prefería haberla esperado al otro lado antes de verla marchar de tan miserable forma. Yo, con todo, seguía agradeciendo que estuviera allí de nuevo: si nuestra hija debía de morir, necesitaría la poca fuerza que aún le restaba para intentar al menos sobrellevarlo. Una voz en mi interior decía que si la diosa siria le había concedido su favor, como yo sospechaba, no dejaría que mi pequeña muriera ahora; otra le respondía que de continuar el asedio no le quedaba mucho tiempo. Mientras esperaba angustiada el final, no la apartaba jamás de mi pecho; fuera a donde fuera, ya durmiera o estuviera despierta, quería sentir su piel contra la mía, su tenue presencia, todas y cada una de las horas que le quedaran sobre esta tierra. La sola idea de que pudiera morir lejos de mis brazos me parecía muchísimo más terrible que aquella guerra, que aquel asedio, y de continuo memorizaba cada rinconcito de su cuerpo, cada gesto, para que cuando también a mi me llegara la hora, seguramente ante las fuerzas romanas, pudiera aceptarla serena, no con miedo, ni como la liberación de todo sufrimiento, sino con el desesperado anhelo del más deseado de los reencuentros.
Con ambos enfermos y mi hija luchando con rabia contra la agonía, recibimos noticias de nuestros escasos vigías de que el causante de tantos males, el cónsul romano Lucio Calpurnio, nos enviaba mensajeros. Hube de recibirlos yo, pues era la única de los dos que todavía podía levantarse de la cama. Si en algún momento esperé negociaciones de paz o de rendición de la ciudad, me desengañé muy pronto: Roma solo ansiaba la sumisión total. Con desprecio y una sonrisa de suficiencia en sus rostros teñidos de falsas creencias de superioridad, me dijeron que empecinarme en la resistencia solo alargaría los males de mi pueblo, mientras que la ciudad opresora del mundo ofrecía una muerte rápida a los enfermos y una nueva esclavitud para los que todavía pudieran serles útiles. Si mi brazo hubiera conservado aún la fuerza para sostener una espada les hubiera respondido de inmediato con hierro y no con palabras. En vez de eso, reuní a los supervivientes de Enna en el teatro para que escucharan de boca de los enviados de Lucio Calpurnio el destino que Roma les había asignado. Aquellos cuerpos consumidos de ojos enloquecidos, que habían padecido mil tormentos y habían visto perecer a sus seres queridos, escucharon con oídos incrédulos y creciente rabia las propuestas de los enviados y aquellos cuyos corazones habían aún creído en una posible benevolencia de Roma aceptaron como habíamos hecho el resto la inminencia de nuestra muerte. Y cuando se sabe sin lugar a dudas que morirás en breve y que nada existe que pueda evitarlo, lo único que puedes ya elegir es como perecer y esperar haber hecho algo por lo que merezcas ser recordado. Por ello, todos cuanto una vez creyeron en el reino esclavo se lanzaron al unísono sobre los enviados y los despedazaron cuando todavía estaban respirando. No hice nada por evitarlo, y permanecí también quieta mientras lanzaban desde las murallas sus restos sobre los campamentos romanos y recordaba que el año de mandato de Calpurnio muy pronto habría finalizado sin habernos sometido. Sin embargo, no creía que fuéramos capaces de ver terminado el tiempo de su cargo y nos preparamos para plantear una feroz resistencia como ya hicieran antes de nosotros Numancia y Cartago.
Esperé de nuevo un ataque directo creyendo que la impaciencia de Lucio Calpurnio por su inminente marcha sin haber conseguido nada le conducirían a tomar por la fuerza lo que no pudo someter por el hambre. Casi prefería aquel final a la alternativa: mejor una muerte rápida y honrosa, con un arma en la mano y mis últimas fuerzas extintas en la batalla, que continuar consumiéndome en aquella larga agonía de enfermedad y espera. Pedí a Euno que, llegado el momento, si la ciudad caía en manos romanas, me diera él muerte antes de que lo hiciera un romano; me observó intensamente con los ojos llenos de lágrimas sin ser capaz de decir nada. Me abrazó, abrazamos a nuestra hija, y esperamos sin aliento el ataque directo. Pero tres días después de haber desmembrado a los enviados, el atardecer llegó sin la acostumbrada lluvia de proyectiles que había reducido a Enna a ruinas y, sorprendidos, los supervivientes nos arrastramos como pudimos hasta las alturas de las murallas. Ante nuestros ojos se abrió un espectáculo de confusión, incendio, batalla y muerte. Al parecer nuestros enemigos tras largos meses asediando se habían confiado, concentrando sus esfuerzos en vigilarnos en lugar de estar atentos a posibles recién llegados. Por ello, el sistema de torres y vigias les había fallado y por eso estaban siendo masacrados por nuestro ejército y por Cleón, que por fin había acudido a socorrernos. Las últimas luces del día contemplaron a los romanos huyendo, a sus campamentos envueltos en fuego y al cilicio entrar victorioso en la ciudad que ya no tenía porqué seguir resistiendo. Los soldados regresaron a una urbe poblada de cadáveres vivientes que podían sonreír de nuevo y muchos buscaron rostros conocidos sin éxito. Cleón abrazó al fantasma de la mujer que yo había sido y tuvo que sostenerme en brazos para que lograra conducirle al lugar donde Euno descansaba aún enfermo. En la habitación dónde se había recluido, escuchó el de nuevo rey Antíoco la detallada narración de la liberación de Enna y las buenas noticias de las que era portador: Tauromenium había caído. Esa era la causa de su retraso; no había querido regresar hasta someterla y, tras tomarla a sangre y fuego, la vecina ciudad de Catania, asustada, había decidido  abrirle sus puertas sin oponer resistencia. En ellas había dejado a su hermano Comano, preparando el ataque a la codiciada Mesina y en ellas había sabido que las buenas nuevas de la creación del reino esclavo habían sobrepasado las fronteras de Sicilia para extenderse por tierras romanas y muchos había tomado ejemplo de lo que en la isla estábamos creando: 150 esclavos se habían rebelado en la propia urbe de Roma; otros 1.000 habían tomado las armas en la región de África; hubo otros estallidos en las ciudades de Minturno y Sinuessa, ambas en el Lacio italiano; también se habían levantado en las minas de Atenas y en la sagrada ciudad griega de Delos. Pero no todo cuando nos contaba Cleón era motivo de esperanza: Lucio Calpurnio Pisón había huido y antes de asediar Enna había recuperado la cercana Morgantina para las armas romanas, dónde sin piedad crucificara a 8.000 esclavos. Estas noticias no parecieron desalentarles y mientras la ciudad se sumergía en un merecido festín de alimentos y el rey y su general hacían ambiciosos planes de futuro, yo solo podía pensar en todos los que habían muerto junto a la fosa común dónde arrojáramos sus cuerpos. Al amanecer, estaba ya decidido el destino del reino.



*Fotografía 1: "La Virgen con el Niño", boceto de Miguel Ángel 
*Fotografía 2: "Cristo muerto", de Andrea Mantegna
*Fotografía 3: Retrato de Lucio Calpurnio Pisón Frugi hallado en la Villa de los Papiros en Herculano. No es el Lucio Calpurnio del que habla nuestra historia, sino un descendiente suyo que también sería cónsul en el año 15 a.C.

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