viernes, 20 de septiembre de 2013

Yo, Claudia Livila (XXVI)

Regresé a la casa de Tiberio confusa y asustada ante las visiones que la antaño alegre Julila dibujara ante mis ojos. Druso me esperaba. Le observé con hastío y desconfianza. Las buenas palabras del buen Germánico, los antiguos ideales que él y Agripina representaban, habían cobrado súbito sentido para mi marido ante mi traición al único hombre que he merecido, un increíble acto de lealtad y fidelidad obligadas que Druso nunca esperara y le impresionara. Creyó así lo que no debió y vio lo que nunca existió, y concibiéndome de pronto como una compañera digna de confidencias con la que podía ser posible compartir la vida en paz y armonía y disfrutar las alegrías y encontrar consejo y consuelo en las penas, se esforzaba ahora con ahínco por que nuestro matrimonio fuera lo que jamás había sido: intentaba comprenderme, se ofrecía a escucharme y en ocasiones también a ayudarme, luchaba por confiar en mí y en abrirse ante mí y aspiraba a abandonar su trato brusco si no ya por maneras cariñosas y tiernas si al menos más respetuosas, amables y atentas. Me hubiera podido sentir conmovida si no hubiera sido ya demasiado tarde para nosotros: nuestra unión estaba envenenada mucho antes de haberse producido y después de haber entrevisto lo que la felicidad podía llegar a ser en los brazos de Póstumo no estaba dispuesta a vivir en una eterna farsa de lo que no fue y, con todo, había perdido. La frialdad y la indiferencia fueron pues las únicas respuestas a los desesperados esfuerzos de mi marido; acostumbrada a tratarle de esta forma sin que Druso torciera el gesto o el brillo de su mirada cambiara no esperaba, lo juro, aquella reacción repentina. Aquel día comprendí el poder que sin saberlo yo tenía sobre mi marido. Había bebido y yo había sido la causa.
Quizás, desde el principio, siempre fui yo una de las causas... no por amor -¡oh, no!, nunca hubo nada de eso entre los dos-si no por orgullo, por vanidad, por necesidad de atención y admiración, por la rabia de tener que buscar fuera de casa lo que su esposa de continuo le negaba, la furia de no tener la vida que deseaba y por la que luchaba, la imposibilidad de poder derrotar a un fantasma.... Así es, madre, me has oído bien, sabes de qué hablo: siempre buscamos culpables de nuestras desgracias más allá de nosotros. Yo lo he hecho; Druso también lo hizo. Me preguntó aquel día sin mediar saludo alguno que era necesario para que dejara de ser ya la viuda de Cayo y me convirtiera de una vez por todas en la esposa de Druso. Le observé un largo rato con una media sonrisa de desprecio y de sorpresa, los ojos repletos de burla. Veía las jarras vacías, la mesa chorreando vino, su mirada lacrimosa y confusa, y él, con la túnica manchada, que apenas sostenerse podía. ¡Qué imagen tan patética y ridícula! ¡Tan distinta a la de Cayo, entrando triunfante en Roma tras su gran victoria! La nostalgia escaló con dedos afilados por mi garganta. Le respondí que no podía hacer nada por cambiarme y que dejara ya de una vez de molestarme. Frustrado, celoso, hastiado, se abalanzó sobre mí de pronto y me golpeó el rostro con la mano abierta. Caí al suelo, la mejilla amoratada y el labio roto. Al levantar la vista, ya no estaba. No dije nada, ni a él ni a vosotros ni a nadie. Me limité a curar mi herida, a esconder bajo convincente maquillaje mi rostro. Casi prefería que me pegara: no solo era el medio de expiar mis culpas, el castigo adecuado para mis traiciones, también suponía que, avergonzado por sus acciones, Druso dejaba de molestarme unos días. Fuera lo que fuera lo que mi primo y a un mismo tiempo marido podía ofrecerme, yo no era ya digna de ese sentimiento, como él era indigno de mi persona: siempre, siempre y siempre, a lo largo de toda nuestra vida en común, no dejó de ser para mí una continua decepción, si bien acabé por experimentar por él cierto cariño, fruto de nuestra vida en común, nuestra hija y mi lástima. Druso era, además -lo más importante-, aunque me doliera reconocerlo, mi única esperanza para alcanzar el supremo poder sobre un Imperio que de continuo se me escapaba, pero... por ese sueño, por esa posibilidad remota, por esa persona ¿hasta dónde estaba dispuesta a llegar? ¿Podría traicionar a Julila, mi única amiga?

* Fotografía 1: Detalle de "La conjuración de Catilina", de Cesare Maccari
* Fotografía 2: "Medea", de Anselm Feuerbach

No hay comentarios:

Publicar un comentario