viernes, 11 de octubre de 2013

Yo, Claudia Livila (XXIX)

Asqueada, observé a Augusto, imponiéndome la máscara del respeto y la tragedia, e intentando no reír ante la imagen patética que ofrecía junto a las estatuas de su juventud eterna. Con setenta y un años -madre, ¿lo recuerdas?-, había perdido la visión de su ojo izquierdo; le quedaban pocos dientes, separados y gastados; sus cabellos eran escasos y amarillentos; tenía la piel irritada de tanto rascarse, llena de rasguños y tan reseca que semejaba un tiñoso... Hacía años que su tacto, arrugado y frío, me era en extremo repulsivo y su compañía casi insoportable; a duras penas toleraba su mal aliento, la humedad de su boca que no era sino baba, el temblor torpe de sus manos, el caminar exasperante y lento, sus historias pasadas que a nadie importan, el olor dulzón de su vejez enferma, preludio sin duda del perfume profundo de una muerte ya cercana. De nuevo, el decrépito amo de nuestro destino apoyó en el muro sus manos de venas traslúcidas y golpeó su cabeza con fuerza contra los agrestes frescos de sus semejantes, los sátiros. "¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!" Gritó una y otra vez. Solamente Agripina corrió a socorrerlo para que no se hiciera daño. A mi lado, Tiberio y Druso parecían exasperados. ¡Deja que se abra la maldita cabeza, deja que de una vez perezca y deje de ser para todos nosotros una molestia! Quise gritarla. Estaba furiosa, indignada; temblaba. ¡Ni un ápice de ese dolor reservó para el exilio de su única hija, de su último nieto, de mi adorada Julila! ¡No! ¡Claro que no! ¡Jamás! Se desgañitaba por la muerte de extraños en un bosque olvidado mientras su propia familia se pudría en una isla. ¡¿Por qué tenía yo que soportarlo?! Me vi a mi misma calcular de nuevo los años que le restaban de vida, como cuando Cayo vivía, y me sorprendí al ver a mi abuela sumida en la meditación haciendo los mismos cálculos que yo. Con él había vivido treinta años en perfecta armonía, con él sus días de gloria perecerían, la sucesión estaba asegurada, con Tiberio quedaría sin duda relegada... ¿por qué entonces deseaba tanto su marcha? Comprendí que nada sabía de aquella que recientemente se erigiera como mi protectora y maestra. Tú, madre, estabas orgullosa al verme en compañía de quién considerabas modelo de virtudes femeninas. Yo no te contradecía; hacía años que te había abandonado a merced de mis mentiras y tus fantasías, de la Roma que tú creaste, que solo entre estas paredes existía. En realidad, Livia no me estimaba, sino que se preparaba para extender a través de mí su influencia al nuevo reino, pues Tiberio, su hijo, de naturaleza retraída y suspicaz, que por ser quién más la conocía era también quién más la despreciaba, me tenía en cambio a mí en gran consideración y me apreciaba como digna de confianza en mi posición de fiel y eficaz colaborador. A ambos les engañaba: la falsa Livila se perfeccionaba, mostrándose sumisa y obediente ante aquella que por su propia conveniencia me consideraba ambiciosa y desalmada, pero también manejable y débil. Acostumbrada al triunfo, Livia bajaba la guardia, sin ver que era yo quién la utilizaba, aprendiendo de ella el sutil arte de la intriga, la imperceptible influencia, para abandonarla también cuando ya no me sirviera. Como con Augusto, yo no olvidaba el daño que me hiciera. Y no la necesitaba. Cuando el César por fin muriera, cuando Tiberio gobernara, ascendería de rango, pasando de administrar la casa de un particular a tener el poder sobre la casa imperial. Con todo, eso a mí no me bastaba: donde el resto veía una tragedia en los bosques de Germania, yo veía una oportunidad.
Lo sucedido me parecía tan natural y lógico que no comprendía de qué se extrañaban. Había conocido a Arminio el querusco durante su cautiverio en Roma, aunque nunca le hablara. Póstumo ya decía en aquellos días que haría un gran servicio al Imperio aquel que le matara antes de que pudiera regresar a la Germania Magna. Entonces me pareció una crueldad; después se reveló que, como en tantas otras cosas, estaba en lo cierto. El César, deleitándose en la auto-complacencia por la supuesta brillantez de sus ideas, no era capaz de entender lo potencialmente peligrosas que éstas a veces eran, al dejar conocer a nuestros enemigos las mismas entrañas y debilidades de nuestro sistema: la práctica de los rehenes, por la cual a nobles familias bárbaras se les arrancan sus hijos para educarlos como romanos y garantizar así, a un mismo tiempo, su sumisión al Imperio, es cierto que, en algunas ocasiones, había funcionado: no había más que mirar a Juba de Mauritania, el marido de tu hermana egipcia Cleopatra, y su reino-cliente en el norte de África que por gracia nuestra tuviera. Pero Arminio, desde un principio, fue distinto: demasiado silencioso y pensativo, demasiado melancólico y triste, imposible leer en su mirada los pensamientos, imposible vislumbrar en su rostro sus auténticas intenciones, siempre propenso a las medias verdades, a las palabras ambiguas, a las sutiles mentiras... si, demasiado empeño en conocerlo y saberlo todo, en exceso leal, en extremo sumiso. Fue un grave error entregarle el mando de la caballería auxiliar y dejarle regresar, pero mayor equivocación supuso situarle al mando de Publio Quintilio Varo. Al igual que Varo creyó que Arminio le sería leal por la única razón de ser equite y ciudadano romano, Augusto consideró a Varo apto para el gobierno de la nueva provincia de Germania Magna solamente por haber perdido un año de su vida como procónsul en África y haberse enriquecido durante su mandato en Siria. Puede que su suicidio le ennobleciera, ¿pero acaso no recuerdas como verdaderamente era? Cruel, despiadado, codicioso, ambicioso, estúpido y confiado, falto de imaginación e iniciativa para adaptar la rigidez de las costumbres de Roma a una realidad desconocida, propenso a la fuerza y no a la palabra, demasiado orgulloso para reconocer un error o pedir un consejo o esforzarse por conocer al pueblo que gobernaba. ¿Por qué no dejamos de engañarnos? Su única credencial auténtica era estar casado como mi prima Vipsania Marcelina, hija de tu hermanastra Claudia Marcela, sobrina del César.
Los resultados de tan desafortunada asociación nunca fueron del todo conocidos. Los hechos de Germania fueron forzosamente olvidados. Augusto relegaría la derrota de nuestra vergüenza a lo más profundo de la Historia y ningún autor de nuestra época se atrevió a escribir sobre ella; sin duda intentaba minimizar el daño de su honra y de su fama, como si temiera que un solo desastre le derrocara. De hecho, nunca hubo una versión oficial de lo ocurrido, ni se debatió lo sucedido en el Senado y las asambleas, e incluso en las altas mansiones del Palatino estaba prohibido hablar del tema. Todo cuanto llegó a Roma fueron medias verdades y exageradas mentiras: el traslado de nuestras legiones a nuevos cuarteles, un ardid, una traición esperada, una emboscada, varios días de matanza en lo profundo de los bosques de Germania, el suicidio del yerno de tu hermanastra, tribunos y centuriones sacrificados en altares de dioses bárbaros, el incendio y destrucción de la colonia... ¿cuánto de todo eso es cierto? Pero, aunque jamás supiéramos cómo sucediera, no obstante no podíamos ignorar lo que perdiéramos: una provincia entera, la Germania Magna, y tres legiones completas: la decimoséptima, la decimoctava, la decimonovena; nuestras fuerzas hubieron de retroceder al Rin desde el río Elba, dejando atrás las preciadas águilas. Yo estaba indignada. Mi hermano, Germánico, temblaba de rabia. Nos mirábamos, no hablábamos, no hacía falta. Aquella nueva tierra fue conquistada por sangre Claudia, por nuestro tío, Tiberio, y por nuestro padre, el buen Druso, que por sus hazañas en tales bosques recibió del Senado el glorioso nombre por el que se conoció a mi hermano; y ahora un inepto ajeno a la familia la había perdido sin remedio, tirando por el sucio fango el esfuerzo de dos hermanos. Otros dos hermanos, también de la familia Claudia, estaban sin duda llamados a sucederlos: era la oportunidad que yo había estaba esperando, la oportunidad de que uno de los dos herederos de Tiberio demostrara su valía sobre el contrario y se estableciera claramente la preferencia en la sucesión, pero ¿cuál de ellos? Mi ambición se inclinaba por mi marido, mi corazón por Germánico.

*Fotografía 1: Augusto de Prima Porta
*Fotografía 2: Monumento a Arminio en Kalkrise, junto al bosque de Teotuburgo
*Fotografía 3: Vista del bosque de Teotoburgo

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