viernes, 25 de octubre de 2013

Yo, Claudia Livila (XXXI)

El César gobierna el mundo y, sin embargo, para su desgracia, y por mucho que mi tío Tiberio no deje de intentarlo, no tiene poder alguno sobre los pensamientos y las palabras. Aún nos queda esa reducto inexpugnable en nuestras almas dominadas; el suficiente, no obstante, para en poco tiempo desatar revoluciones y derribar gobiernos. Augusto bien lo sabía: cuando la plata todavía no teñía su ya escaso cabello ni el temblor controlaba sus manos y con mi abuelo Marco Antonio se disputaba el dominio del reino, muchas veces uso en su propio beneficio el más fuerte y peligroso de los poderes del pueblo; más ahora, que por vez primera podía volverse en su contra, pues la derrota germana ponía definitivo fin a su invicta fama y le dejaba vulnerable y expuesto a habladurías sobre la pérdida del favor divino y su mermada capacidad de gobierno, malgastaba las últimas bocanadas de su exiguo aliento en el loco e inútil empeño de contener en Germania la noticia de nuestra desgracia. No obstante, ¿puede pedírsele al corazón que no lata, al viento que se detenga, al sol que no salga? ¿Podían refrenar sus lamentos por mucho que se les ordenara las familias de los más de 18.000 valientes a quienes en los bosques de Germania se les arrancó el alma, que jamás volverían a casa? Las pavimentadas vías, que comunican con Roma los más aislados y olvidados rincones de nuestro Imperio, transportan algo más que mercancías y personas, y como ondas en un mar en calma, las malas nuevas de la pérdida de la provincia, las legiones y las águilas llegaron paulatinamente a la ciudad transformadas en serpientes ponzoñosas, engordadas por el férreo silencio del César y cien mil patrañas, alimentadas en abundancia por la curiosidad, el miedo, la necesidad de saber y el placer de un buen cotilleo. Disparatadas historias corrían de boca en boca en cada mercado, en cada taberna, en cada terma, adornadas aún más como fulanas baratas que se exigen impúdicas bajo las arcadas por los que de nuevo las contaban. La verdad adquirió rápida una forma repulsiva y grotesca y el populacho se vio rápidamente dominado por la histeria y la sospecha. En pocos días, se vieron carretas repletas abandonar Roma a través de todas las puertas; los comercios fueron asaltados y quedaron arrasados por quienes se preparaban para la resistencia; templos y altares quedaron llenos de desesperadas ofrendas, saturados de insistentes rezos; se atrancaron puertas, se entablillaron ventanas; y por todas partes corría gente portando armas.
Allí donde fueron encontrados galos y germanos fueron cazados y asesinados, pues deambulaba el rumor de que a la derrota sufrida seguría la invasión germana con una inmediata sublevación de las Galias; sin duda, todos recordaban los tiempos republicanos en que los bárbaros comandados por Breno humillaron a nuestro naciente Imperio, que comenzaba a extenderse por Italia, asaltando la misma ciudad de Roma e imponiéndonos un ignominioso rescate. Muchos, incluso, llegaron a acusar a la familia imperial si no ya de culpable al menos si de responsable de ese sangriento fin que nunca se produciría, al haber mostrado mano blando con los asuntos de Germania Magna y de favorecer la invasión al escoger para su protección bárbaros de largas barbas y lengua extraña de más allá de las fronteras romanas. Yo misma sufrí las consecuencias una noche, cuando veía a mi pequeña de cinco años corretear en torno a la mesa del jardín mientras esperábamos la cena y alguien arrojó sobre ella, por encima de la valla, la cabeza de uno de nuestros guardias batavos cercenada. Aunque intenté por todos los medios calmarla, sus gritos y llantos se extendieron con rapidez por toda la casa y en pocos instantes, los esclavos, asustados, nos rodeaban, uniendo a las suyas sus propias lágrimas; Druso y mi tío Tiberio tampoco tardaron en acudir, irritados por el repentino escándalo hasta contemplar la razón del mismo. Mi suegro, enfurecido por la falta de respeto recibido y por aquella situación absurda, impuesta por el César, abocada ya al descrédito y la revuelta, disolvió a la masa de mala manera y se marchó de inmediato para tratar de despertar a Augusto de sus sueños de realidad inventada y seguridad suprema. Druso, por el contrario, aunque visiblemente encolerizado, se negó a apartarse de nuestro lado hasta que nuestra pequeña se sumió en un profundo e intranquilo sueño; solo entonces se encargó personalmente de establecer y redoblar la guardia, y dando orden de que permaneciéramos vigiladas y de que ni a mí ni a mi pequeña se nos permitiera salir de la casa, también él acabó por abandonarnos, entregándose prácticamente solo a la caza del hombre que nos había amenazado -al día siguiente fue crucificado-. Aquella protección posesiva y tiránica era una faceta desconocida para mí de mi primo, y aunque oprimida, me sentía en cierta forma agradecida de no tener que luchar yo sola o simplemente de permanecer por una vez como simple espectadora, segura en la retaguardia. Súbitamente, mientras espantaba las pesadillas de mi hija y esperaba hasta el amanecer noticias, me sentí admirada y conmovida, y me pregunté si algún día Druso sería así en la batalla... ¡casi pude verle al frente del gobierno, dirigiendo los destinos del Imperio! El desprecio y la decepción que por él anidaron en mi pecho disminuyeron un tanto y algo parecido a lo que sentí por Cayo prendió en mi corazón -débil, diminuto, casi irrisorio, es cierto, pero lo importante es que por fin prendió- y esa mañana, al regresar, recompensé los esfuerzos de mi marido aceptándole en mi lecho tras largo tiempo. Augusto, sin embargo, sumido en la senilidad, surgió de nuevo para con manos torpes otra vez desmembrar lo poco que quedaba de nuestra familia y sembrar el terreno de rencores, envidias y venganzas, preparando el desastre que llegaría en el gobierno de Tiberio.
Se imponían medidas contundentes para restablecer la calma y rápida se preparó una expedición de castigo a Germania. La plebe se regocijó ante la idea de una pronta venganza, pero en realidad todo aquello no era más que una elaborada y costosa farsa. No había largas marchas, ni se buscaría al traidor Arminio, ni se plantaría batalla. Augusto había ordenado evacuar nuestra Germania Magna y retroceder nuestros dominios al Rin desde el río Elba, limitándose los nuestros tan solo a defender y fortalecer la frontera, sin tratar de extenderla. Argumentaba para excusarse de su cobardía y de su repentina falta de grandeza que la romanización de los germanos era demasiado costosa y que el territorio, en realidad, no merecía la pena. Tiberio, a quién se había encomendado la tarea, rumiaba su indignación por su papel de actor a media voz; como soldado, sin duda, obedecería, como hombre le vi más de una vez observar a su padre adoptivo con callada ira. Había algo más que le corroía, y no solo a él enfurecía: como segundo al mando se había designado a Germánico, su sobrino, el hijo que se le había impuesto, únicamente adoptivo... no a Druso, a quién él engendrara de su esposa amada, si no a Germánico. Que mis palabras no te lleven a engaño: como su hermana me alegraba de su futura gloria, de su fulgurante estrella, pero como esposa y como Claudia... Mi hermano había ejercido la cuestura cinco años, entrando como miembro en el Senado romano, dirigido tropas en la guerra de Panonia y ahora marchaba a Germania; mi marido, en cambio, permanecía desconocido por todos, relegado y olvidado, carente de todo honor y todo cargo, obligándosele a hundirse más y más en los más inútiles estudios para tenerle apartado del gobierno y la vida pública. Para este maltrato un año de edad de diferencia no era más que una mala excusa, ¿a quén pretendía engañar el César? Augusto favorecía a mi hermano tan solo buscando garantizar que el Imperio tarde o temprano volviera a su familia a través de Agripina: Tiberio no era más que una solución provisional ante la ausencia de herederos directos. Hubiera aceptado con alegría aquella situación, viendo orgullosa a mi hermano al frente de las legiones y del gobierno, si no hubiera sido por quién era su esposa...¡Porque solo yo, yo únicamente, podía suceder a Livia!, y contemplaba con rabia y envidia la posición privilegiada de mi enemiga. Druso, en cambio, parecía satisfecho con su miserable destino, que para mi desgracia yo compartía, y no vi en su rostro sombra alguna de amargura o ira cuando derramaba sobre Germánico mil felicitaciones y cien sonrisas. Mi abuela me observaba con sorna contenida mientras todo aquello sucedía, incitándome a actuar contra una situación que tambuén a ella la consumía. Me impuse a mi misma la tarea de despertar la ambición en el corazón del padre de mi hija, a sabiendas que aquella desmembraría en dos a nuestra familia ahora que, pérdidos Póstumo y Cayo, solo a Druso tenía para acceder al control del reino, y recordando la relativa influencia que sobre él poseía comencé a mover mis hilos para moldearle a mi antojo como si solo fuera arcilla. La ausencia de Germánico y de mi tío Tiberio favorecería mi tarea y de hecho comencé el mismo día de su marcha a la frontera germana, sorprendiéndole con mi niña en sus entrenamientos cotidianos para la batalla. Sabía que el respeto de la esposa, la admiración de la hija y el orgullo de ambas serían mis mejores armas. Me sorprendió que no abrigara sospechas ante mi repentino cambio de actitud: supongo que llevaba demasiado tiempo esperando disfrutando de una familia unida, y conmovida por la emoción contenido de su mirada clara acabé por días sumergida en mil conversaciones sobre cualquier aspecto de la vida y descubrí que aún siendo un marido tiránico y brutal y un amante nefasto, demasiado aficionado al vino, las esclavas y con la mano rápida, era también un padre maravilloso, un hombre en cierta medida bueno, un amigo incondicional, un estratega genial, un gobernante capaz y un soldado sin igual. Desde ese momento nuestra vida en común se tornó si no ya agradable si al menos más llevadera y siempre pudo encontrar en mí un apoyo, una confidente, una consejera, una amiga, una compañera... Yo sabía que él quería más como él sabía que nunca lo obtendría, y aquel regusto de impotencia, frustración y amargura, de la necesidad de hallar lo que él y yo mutuamente nos negaríamos, acabó sembrando la semilla que nos destruiría. Sejano se dio cuenta desde el primer día y muy bien la utilizaría.

*Fotografía 1: "Altar callejero" de Alma-Tadema
*Fotografía 2 y 3: "En el peristilo" y "A Capri" de Godward

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