sábado, 25 de enero de 2014

Yo, Claudia Livila (II)

El Senado, reunido de urgencia apenas unas horas después y unas salas más allá de donde el ajado y consumido cuerpo embalsamado de Augusto, rodeado tan solo por mujeres y esclavos -algunos de ellos con el gorro frigio tocados por haber sido por testamento liberados-, descansaba purpurado y perfumado, debatió sin acaloramientos ni grandes aspavientos, entre el respeto, la admiración, el cálculo político, la incertidumbre y el miedo, las futuras honras funerarias y sus exactos términos, puesto que nada había dejado el muerto escrito sobre aquello. Desde un primer momento se hubo determinado enviar mensajeros a todos los lugares del vasto Imperio para comunicar a la totalidad de nuestros ciudadanos la muerte trágica de su antiguo guía y dueño, comunicándoles también la sucesión nada clara en la persona de Tiberio, si bien mi tío continuaba mostrándose en gran exceso dubitativo al respeto, entregándose a un mal ejecutado fingimiento que imitaban algunos, divertía a un grupo pequeño y exasperaba enormemente al resto. Se impuso de seguido así mismo el llamado iustitum, que habría de ser efectivo desde el próximo amanecer hasta el último día de las exequias, cuando los restos del hijo del divino Julio César hubieran ardido en la pira con inusitada violencia: en virtud del mismo quedaba suspendida toda actividad senatorial y jurídica, se clausuraban tiendas, mercados, baños, templos, espectáculos, tabernas y hasta prostíbulos, quedando también prohibido en el seno de los hogares todo tipo de celebración y los grandes banquetes con clientes y amigos, si bien se respetaban las cenas con un número muy limitado de familiares. Todos debíamos pues de penar como si en vez de morir nuestro anciano soberano hubiera fallecido nuestro ser más cercano y querido, quedando apagado el fuego del hogar y colgadas en puertas y ventanas las ramas enseña de la fúnebre Libitina, y las matronas, con los ojos arrasados y los rostros crispados, habríamos de portar luto incluso más tiempo, hasta alcanzar el año. Obedeciendo al Senado, a nuestro nuevo amo Tiberio, como en tantas ocasiones anteriores me envolví de nuevo con las ropas grises y negras de la tristeza y dejé sueltos mis largos cabellos, pero para mí esta vez eran solamente una vestimenta, tan válida como otra cualquiera, y no la manifestación externa de un condena eterna, de una nueva y terrible pérdida. Iniciamos el largo regreso al hogar. Cada piedra del camino, hostil e irónica, me recordaba dolorosa los tortuosos días vívidos en las Galias, detrás de los amados restos del padre apenas conocido, pero ahora mis sentimientos eran distintos. Mi alma y mi corazón no permanecían rotos, como última e inútil fúnebre ofrenda, junto al cuerpo irreconocible que una vez a Augusto le perteneciera, si no que mi mente se hallaba ya en Roma con mi añorada pequeña, interrogándome sobre si se habría ya restablecido, renegando de mi obligada ausencia que me hacía perder cualquier valioso momento junto a quién había aceptado, con desesperación y amargura, que habría de ser ya mi única hija. Más que la pena por la definitiva marcha del marido de mi abuela me invadía como veneno un infinito hastío y una mal disimulada indiferencia, un profundo alivio, y aunque sabía a ciencia cierta, por haber junto a él convivido, que no habría de ser más sencilla y apacible la tiranía de mi tío, me dejaba llevar en el largo camino por la esperanza que porta la llegada de otros tiempos en la que se cree que todo será posible, que será mejor o al menos distinto. Comenzaba de esta forma, en cierta medida, mi reino, y no cesaba de preguntarme qué cabida tendrían Póstumo, mi tía Julia y mi añorada Julila bajo el nuevo gobierno, ahora que fallecido Augusto había muerto quién a un mismo tiempo les impuso el castigo y los protegió de la ira y el rencor de Tiberio.
Todo ese traslado, lo recuerdo, había sido cuidadosamente diseñado y trazado por mi abuela Livia, como si, a través de algo tan trivial, quisiera demostrar que, aún muerto Augusto, su influencia en la política y nuestras vidas seguía siendo la misma. Encabezaban el cortejo los portadores de enseñas y fasces, los mismo que a lo largo de su vida, en calidad de princeps, cónsul e imperator, le habían precedido como símbolo visible de su importancia y su rango, como si aún estuviera vivo y todavía nos estuviera gobernando. Inmediatamente después, de hecho, marchaba el cadáver vestido de toga blanca, reclinado en un lecho, coronado con las fragantes flores secas de un agosto que amenazaba con incendiar la tierra, llevado en un carro de oro y madera. El carro era seguido por trompeteros que señalaban su presencia, soldados y jinetes que recibían con manos tendidas al viento a todos los hijos de los veteranos e incluso a algún anciano que había combatido con Augusto en Actium y, armados, deseaban así mostrarle su gratitud y respeto protegiéndolo de nuevo una vez muerto. Senadores y familiares precedíamos a un mismo tiempo a una masa ingente de personas que a lo largo del camino se nos unieron, ya fuera por admiración callada, por curiosidad manifiesta, por incredulidad disimulada, pues la mayoría como yo solo había conocido su gobierno, o por miedo al fin de un tiempo que creyeron sería eterno. Todos, en fin, ávidos de contemplar el cambio y ser partícipes de los fúnebres fastos, incluso, veloces, se llevaban recuerdos de aquel acontecimiento, para algunos más semejante a una celebración que a un entierro, recogiendo del suelo las flores marchitas que caían del mortuorio carro, junto al que corrían y jugaban sucios niños de viejas ropas y padres despreocupados que, junto al resto, protagonizaban una alegre cháchara que amenazaba con aquellas el sonido de las trompetas que precedía al cortejo. En las cercanía de Roma, ya en la última etapa del camino, Druso se reunió con Tiberio y conmigo. Alertado por mí de la inminencia de la muerte de Augusto había abandonado el gobierno de Panonia con la leve esperanza de llegar a tiempo para verle agonizar en su lecho y se había encontrado ya, por el contrario, con su fúnebre cortejo. Su cargo y su marcha habían sido para ambos un alivio, un bálsamo, un respiro, para las muchas obligaciones e imposiciones de una unión obligada que tan solo nos había proporcionado una hija y mil sinsabores; por ello me sorprendí al comprender que en la distancia, en tierra extraña, Druso me había añorado cuando yo de él ni siquiera me había acordado, pues nada mas verme me abrazó con fuerza y depositó un beso en mi cabeza; asqueada, quise soltarme de inmediato, pero al fin resistí cuanto pude para no herir los sentimientos de quién había hecho tan largo viaje y era además un potencial heredero del Imperio, pues Tiberio le había comunicado nada más alcanzar el campamento del cortejo que habría de ser junto a él quién pronunciara el discurso funerario en el foro romano. Al recordarlo, sonreí para mis adentros y logré exteriorizarlo, para que Druso pudiera ver alegría por el reencuentro en lo que solo era orgullo satisfecho, ya que, aún no reconocido como imperator si no tan solo aceptado, y aunque siguiera enseñando una actitud respetuoso con el Senado que le obligaba a fingir que no deseaba lo que tanto tiempo llevaba esperando, Tiberio ya estaba preparando su propia sucesión en su único hijo engendrado. Si, así era, empezaba por fin mi reinado. Germánico quedaba fuera del mando, pero siempre podía ser utilizado como un útil y buen soldado al servicio de nuestras ambiciones y del Imperio. Un general más entre ciento; lo sentía por él, más era necesario: su irrelevancia aseguraría nuestro gobierno y destrozaría el compromiso que a mi hija le habían impuesto.

* Fotografía 1: "Boreas, de Waterhouse"
* Fotografía 2: "No al hogar", Alma-Tadema

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