domingo, 25 de mayo de 2014

Yo, Claudia Livila (XIV)

Flanqueada por un populacho enardecido que con pasión y fervor enloquecido su nombre gritaba, Agripina me escupía sin césar, triunfante, una sonrisa divertida a la cara, radiante y vengativa, casi como una Némesis bien guarnecida. De continuo se volvía, impetuosa e irreflexiva, para observarme ávida con aquella extensa y enraizada malicia antes apenas entrevista en su mirada cristalina de ambición, rencor y codicia, para intentar por fin regodearse en cualquier mínima señal mía de envidia, molestia o ira que yo, en un único momento de debilidad estúpida, sin desearlo pudiera mostrarle. Por desgracia para su ego, en extremo siempre ansioso de nuevas víctimas, la falsa Livila que yo revestía se había forjado y fortalecido enfrentada a enemigos más terribles de lo que ella ni siquiera algún día sería. La causa de su ciega dicha era que Germánico de nuevo a la frontera del norte partía, buscando las sagradas águilas que a manos de Arminio el inútil Publio Quintilio Varo, bajo Augusto, perdiera entre los ancianos árboles de copa espesa y los profundos cenagales de los bosques de Teotoburgo sembrado de nuestros cadáveres. El hecho de que, de nuevo, dejara a su esposa acompañarlo no era más que una muestra pública de que la cizaña que yo sembrara había sido podada; y sin embargo, estaba bastante satisfecha, pues por fin había abierto brecha en aquella unión insufriblemente perfecta. Bastaba asomarse a los ojos de mi hermano, incapaces de todo engaño, para ver que su brillo por Agripina poco a poco se estaba apagando, y por si no fuera suficiente, yo aún más me esforzaba por de una vez por todas aniquilarlo, arrasarlo hasta el punto de que su mismo recuerdo se destruyera, con únicamente empecinarme en mi rechazo: Germánico no podía dejar de responsabilizar a su esposa por mi pérdida y ella no cesaba de enfurecerse con él por ser incapaz de ver quién de verdad yo era, por creer todas las mentiras que sobre su propia familia y Tiberio yo defendiera, encarnara y vertiera. La batalla estaba en tablas, pero la guerra aún habría de ser encarnizada y larga. Con todo, me sentía agradecida, aliviada. Tras nuestro primer enfrentamiento directo, no teníamos porqué seguir portando máscaras, ya no había razones para continuar fingiendo una frágil concordia en nuestra paz armada, y al contrario que mi víctima, yo sí conocía todos los secretos de Agripina, y eso me otorgaba una clara ventaja. Sabía bien que armamento pretendía usar en mi contra: aquel populacho que la aclamaba, las lealtades legionarias que Germánico ganaba, las simpatías que en el Senado gozaba, la ascendencia divina que creía la legitimaba. Eran poderosas armas, no lo negaba, pero había algo que mi cuñada olvidaba, sin duda creyendo que dejaría de existir si siempre lo ignoraba: que el poder que palpita en Roma no reside en las atestadas sucias y malolientes calles de los barrios marginales, ni en los campamentos relegados en el barro en fronteras olvidadas, ni en el mármol marchito de una Curia tiempo atrás sometido, ni en las cenizas heladas que en el Campo de Marte inútiles reposan, si no en las altas mansiones del Palatino, donde yo estaba mucho mejor posicionada... y comenzaba a temer que también en una nueva fuerza emergente, antes insospechada, apenas dibujada en la mirada oscura de Lucio Elio Sejano que todo veía y que todo al parecer sabía, en las ininteligibles ambiciones que callaba detrás de aquella sensual boca de sonrisa torcida. Eso me asustaba, más que nada que alguna vez me aterrara, pues ese hombre era una fuerza indescifrable, incontrolable, en cierta medida desconocida, que me observaba de continuo en la lejanía, como si algo ansiara, como si de mí algo esperara, y yo comenzaba a comprender, con horror y con satisfacción, que yo era indefinida parte en sus desdibujados planes. Hacía tiempo que me divertía ver, con ese retorcido corazón que me otorgaras, como en las ocasiones que Sejano imperceptible se me acercaba, Druso se interponía, como si pretendiera mantenerme siempre a salvo, a buen recaudo, de su ávida pupila, depositando en mi cintura o en mis hombros un brazo con el que pretendía subrayar sobre mí su control y supremacía. Con aquello la hostilidad que en Pannonia se engendrara entre ellos tan solo iba en aumento, y yo no entendía como los dos no comprendían que habría de llegar irremediable un momento en que los dos se necesitarían: Druso, en nada heredero de tan vasto reino, sin duda precisaría de cuantos apoyos recabar podría  para imponer su candidatura sobre la gloria y la fama en la que mi hermano asentaba la suya; Sejano, que no gozaba de la simpatía de Germánico, vivía sepultado bajo el desprecio de Agripina y parecía esforzarse por ganarse la antipatía de Druso, parecía cifrar su fortuna en su ascendiente creciente sobre Tiberio, como si creyera que éste iba a vivir para siempre. No podría dejar de admirar, aunque me horrorizara, aquella enloquecida inconsciencia, como si solo su astucia bastaba para garantizarle la supervivencia, como si no precisara a nadie más que a sí mismo para batallar con una inmensidad de hostiles caras. En aquel sentido, me recordaba dolorosamente a mi malogrado Póstumo y su excesiva confianza en un éxito que creía merecer pero no edificaba.
Quizás por que pensé en aquel a quién amara y aún así yo condenara, por un único y solitario instante, con una profunda ternura e una inenarrable añoranza, creí de repente verle entre el populacho que a su hermana aclamaba, o al menos eso me dije insistentemente los días siguientes. Me repetí, consternada, a mí misma, confusa, que no era más que ilusión, sueño, quimera... y sin embargo, aterrada, miré entorno, casi esperando ver a mi amada tía Julia, a mi primer amor Cayo, al siempre fiel Lucio... Pero solamente estaban esos ojos que, hundidos, consumidos, encendidos, gritaban de continuo maldiciones, contra mí, contra Tiberio, contra mi marido; ese rostro cadavérico que un día, trémula, acariciara, revelando los castigados huesos contra la amarilla tez curtida; esos labios cuarteados, que tiempo atrás todo mi cuerpo besaran, escondiendo unos dientes mellados, desgastados; el pelo castigado, ralo, en exceso largo; los fuertes brazos, que apasionados me abrazaron negándose siempre inútilmente a dejarme marchar muy lejos, dibujados de serpenteantes cicatrices; y aquella túnica gastada, raída, en exceso anciana...Un fantasma, sin duda, mi conciencia, siempre dispuesta a azotarme, a castigarme, a atormentarme. Parpadeé con insistencia, creyendo poder devolverle así a la profunda sima marina donde crueles peces sus nobles restos sin piedad arrojaran, y tan solo le ví no desaparecer sino, indolente, alejarse con paso decidido, entre la inmensa multitud que indiferente le engullía, le protegía. Palidecí, enloquecida, ahogué un grito, la piernas no me sostenían. Sobresaltada, sentí repentina que Druso, preocupado, me socorría. No me preguntó qué mal me acosaba; supongo que creyó que el gran peligro futuro al que Germánico más allá de la frontera se expondría era lo que me atormentaba. Dejé, con extraña mansedumbre, que mi marido me alejara y sola al fin en la profunda oscuridad de las altas mansiones del Palatino me entregué a lágrimas histéricas que arruinaron todo rastro de fortaleza. Mi pequeña, con sus diez años, acudió preocupada a consolarme, a cuidarme, y enredó sus brazos en torno a mi cuello y me prestó su hombro como pañuelo, ensayando torpes palabras sobre su tío menos querido, y aquella dura constatación de que mi única niña abandonaba la infancia, que pronto de me necesitaría, que pronto sin un remedio la perdería, no hizo más que agravar el mal que me corroía, la soledad que desde hacia tiempo ella espantara y de pronto, con el inesperado regreso de Marco Póstumo, regresaba con fuerza renovada para destrozarme.
Los siguientes días conseguí calmarme, aunque más correcto sería decir que logré engañarme; y sin embargo, los rumores de taberna, de esclavos y de mercado llegan también al mármol del Palatino y del Senado y mientras Germánico y su familia cruzaban las Galias eran muchos en Roma quienes decían que Póstumo ni había muerto, ni había sido ejecutado, ni se había suicidado, si no que había regresado; otros en cambio hablaban de un impostor, un tal Clemente, antiguo esclavo, con extremo parecido... Me intenté por mucho convencer que de ser los rumores ciertos no sería más que un farsante... pero un farsante no tendría razones para maldecir mi nombre con el solo temblor de su pupila. Atormentada, me arriesgué a delatar mi propia falta e interrogué a Sejano sobre cuánto de verdad había en las habladurías que Roma recogía. Me observó por largo tiempo, midiéndome en silencio, calculando cuanto yo sabía, cuanto él decirme podría: ¿creería la siempre callada observadora Livila, como en el Senado se decía, que Póstumo se había dado a sí mismo muerte noble tras conocer el fallecimiento de su divino abuelo? ¿sabría que en realidad se había dado orden de que se le ejecutara apenas había exhalado Augusto su último aliento? Yo también observé al prefecto, temerosa de mi error, y al mismo tiempo fascinada por el latente riesgo: ¿sabría Sejano que era mi palabra la que había a Póstumo condenado? ¿intuiría que entonces estaba mintiendo, que había sentido más de una vez sobre mi cuerpo su ávido aliento? Cuanto habló por fin lo hizo muy quedo, despacio: un soldado de lealtad probada la había ejecutado en Planasia, pero dado que éste no conocía a Póstumo y había quién hablaba de idas y venidas a la isla tras la veloz visita de Augusto en su día, ya no sabía si creer o dudar que el muerto fuera un farsante o el verdadero. No dije nada, ni siquiera le di las gracias, estaba ya demasiado asustada. Marché a mi refugio, a mi amada Farnesina y el hecho de que Sejano redoblara la guardia que me protegía hizo que me diera cuenta de que el prefecto al menos intuía lo que yo sentía. Era astuto, me repetía, en los momentos en que mi terror y mi desolación me lo permitían. Sabía quién era yo, cual era mi posición: con Tiberio viudo y sin intención de contraer nuevo matrimonio, con los negocios de la familia y las altas mansiones del Palatino bajo mi férreo control y una horda de espías repartida, Livila era por fin la emperatriz de Roma, la digna sucesora de esa arpía de quién porto el nombre con retorcida ironía. Que se aviniera a darme aquella información, en vez de intentar engañarme, mostraba que sabía bien con quién jugaba o quizás era solo su intento de ganarse mi respeto, mi admiración, mi gratitud o mi confianza, ¿pero con que causa? Con el desprecio de Agripina, Germánico y Druso, ¿era solo yo quién quedaba para garantizar sus perspectivas de un exitoso mañana?

*Imágenes: "Primavera", "No me preguntes más" y "Hero", de Lawrence Alma-Tadema

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