domingo, 11 de enero de 2015

Yo, Claudia Livila (XXIII)

Ni mi cuñada Agripina reconoció nunca su grave error ni mi buen e ingenuo Germánico una sola vez la señaló, pretendiendo quizás que su falta permaneciera por siempre en la lejana frontera. Sin embargo, otros muchos por él la denunciaron, y su persistente silencio, la negación y el intento baldío de ocultación en nuestras altas mansiones del Palatino de algo por todos bien sabido desde la Germania a la misma África, desde Siria hasta Hispania, como si añadieran a su infamia una burla mal disimulada sobre lo que de la inteligencia de nuestro César en realidad pensaban, tan solo sirvieron para aumentar en el corazón descarnado y reseco de mi tío Tiberio el recelo y la sospecha sobre mi hermano-en quién yo viera una vez al mejor y más noble de todos los romanos en un tiempo ya lejano, antes de descubrir su falta de intuición política y su clara sumisión a la última miembro de una dinastía maldita-, y la cólera, la desconfianza, el desprecio y el rencor hacia aquella ramera con la que un mal día a mi pesar se casara y que con sus muchas locuras e ilusas pretensiones a la desgracia finalmente a Germánico y su casa arrojara y a mí me lo arrebatara. Escandalizadas cartas, notas incendiarias, acusaciones enfurecidas, inconclusas cuestiones, maldiciones varias, incrédulas misivas y justas demandas... poblaron el Senado, los despachos imperiales, las casas particulares de las familias senatoriales y las altas mansiones del Palatino los días y las semanas previos a la partida de aquella deshonrada y desacreditada familia desde las tierras de la Germania invicta hacia una más que expectante Italia sumisa. Con la llegada de aquellas letras hirientes, malditas, los pasillos del Palatino se llenaron de gélidos vientos, susurros quedos, pasos cuidadosos y muy lentos, ausencias, miradas que dicen más que los versos, pésimos recuerdos y mil silencios en más de cien secretos. Las flores de una incipiente primavera se marchitaron repentinas en unos jardines, de pronto, desiertos, de aire pesado y denso; los árboles dejaron de darnos sus frutos, si bien por la carga de los malos pensamientos y los profundos resentimientos se troncharon rozando con sus mustias ramas el suelo, casi con abatimiento, como si entonaran un mudo lamento; cabizbajos esclavos se arrastraban sometidos al yugo de las amenazas de quienes en ellos descargaban la ira para otros reservada y sus rostros, de ojerosas miradas, mejillas hundidas y sonrisas perdidas, eran de la Muerte terribles máscaras; los ciudadanos y altos cargos comenzaron con cuidado y sumo tacto a marcharse; los pretorianos y los guardias germanos prescindieron de la defensa y el armamento salvo la espada para que su entrechocar la paz en nada perturbara; una oscura y opresiva atmósfera se extendió por la totalidad de las estancias con afilados y huesudos dedos, y su frío aliento, su inmovilizado miedo, se sentían palpitar dentro, como si se tratara de veneno, calando la sangre, quebrando los miembros. Nadie se atrevía a cruzarse en su camino ni dirigir la palabra a Tiberio, ni siquiera estar en su presencia demasiado tiempo, por temor a padecer su tan justificada ira. Las mil sombras serían el refugio de quienes temblaban, cotilleaban y temían, y no era nada extraño encontrarse a numerosas personas cada día emprendiendo rápida y vergonzosa huida a medida que nuestro César, con rostro crispado, ojos enloquecidos y puños cerrados, avanzaba en profundo negro silencio hacia los lugares que, pocos instantes antes, aquellos ocuparan... ¿Qué hablaban? ¿Qué a nuestros súbditos inquietaba? ¿Qué sabían? ¿Qué les espantaba?... ¿También habré, madre, de recordarte aquello? Siempre fuiste en exceso injusta y selectiva con tus recuerdos: los que a ella la favorecían, los que a mí solo me perjudicarían; y no le entiendo, ¿acaso fue ella quién salió de tus adentros? ¿Por qué ese empeño en convertir a una extraña en idolatrada hija y a mí en clara enemiga, en perfecta desconocida? Escucha otra vez, aunque como las anteriores de nada me sirva, quién era la verdadera Agripina, una matrona a la antigua usanza tan nula y fingida como la misma Livia, tu gran heroína.
A pesar de la victoria en los Puentes Largos por Cecina Severo con mucho esfuerzo conseguida, a pesar de la derrota por Arminio a manos de mi hermano sufrida, se cometió el grave error -¡otro, madre! ¡otro! ¡otro más! ¡¿Acaso no había habido ya suficientes?!... ¡Qué campaña aquella más absurda, bochornosa, costosa y ridícula!- de no enviar emisarios al otro lado de la frontera con las buenas nuevas. El silencio perduró en verdad demasiado tiempo, más allá del aconsejado y prudente, sin que regresaran tampoco los mensajeros que a Germánico remitieran los refuerzos y tropas de refresco acantonadas en los seguros campamentos galos de invierno, ni en mucho tiempo hacia allí viajaran los heraldos que el propio Senado acreditara, ni los esclavos que Tiberio varias veces le enviara... ¿Por qué retenía así a los mensajeros de los legionarios a su lado? ¿Pretendía crear expectación y temor en aquel pueblo que allá donde fuera le idolatrara, el clima más adecuado para ser recibido como un héroe después de demostrarse el más incompetente de los generales y los Claudios? ¿Ansiaba acaso ser aclamado como amado hijo y salvador esperado por otro enfervorecido populacho cuando él mismo diera cuenta de los sucedido convenientemente modificado, convirtiendo en una hercúlea proeza lo que había sido en gran parte suerte y en menor proporción destreza?... Tu hijo parecía preparar su vuelta como el actor infame que a los escenarios por fin regresa, y no busca alcanzar las hazañas que representa, sino hacer creer tan solo que es capaz de ellas a un público estúpido que, sin comprender la realidad en nada, silba y aclama, viendo ya a Agamenón o Eneas en el intérprete que lleva su máscara... Así se degradó en él la noble estirpe que mi padre el buen Druso en tu vientre engendrara. ¿Y te extrañas de las extravagancias de mi sobrino Calígula? ¡Esa permisiva tendencia de su padre y de su madre la heredara!... Vanidez, altivez, arrogancia.... De todos menos de mi hermano las esperara... Él solo estuvo a punto de causar su propia destrucción y la de los hombres que comandaba por su deseo de aplauso rápido y de las aclamaciones desgañitadas. La grave falta de información que Germánico impusiera no tardaría en ser sustituida por la imaginación, tal era el ansia de saber que ero lo que en tierras bárbaras pasaba. Puesto que al populacho y los soldados galos nada de las batallas acontecidas se les comunicara, y tan solo sabían que durante meses nadie que cruzara la frontera regresaba, fácil fue para todos suponer que los bosques de Germania habían contemplado una nueva masacre de las fuerzas romanas, y así, muy pronto y muy rápido, se extendió por las Galias el persistente rumos de que ya nada separaba a Arminio de las ciudades y pueblos de su ansiada conquista y venganza, que una columna de germanos bajo su mando avanzaba hacia aquellas provincias conquistando, esclavizando, exterminando, saqueando y arrasando, reduciendo a sangre y fuego todo cuanto hollaran.
No tardó en extenderse el pánico y el miedo, con la población arrojada en las calles y de sus casas y ciudades huyendo, y los pocos mandos del ejército, que tras de sí Germánico dejara, poco tardarían en aprobar el derribo de los puentes sobre el río Rin para impedir que aquella supuesta horda germana cruzara, con lo que tan solo hubieran conseguido que sus camaradas perecieran bajo la espada bárbara o se ahogaran. ¡Eso fue lo que tu amado hijo con su afán de notoriedad y popularidad sembrara! Pero como si la actuación demagoga y populista de Germánico no bastara, Agripina añadió a sus infamias sus propias infamias, e interrumpiendo la reunión de los últimos mandos del ejército ¡¡se atrevió a prohibir a aquellos cortar los puentes sobre el río Rin!!... Con su actuación salvó la vida de mi hermano y sus hombres, no lo niego, más ¿quién era ella para ordenar y disponer en el ejército? ¿por qué legionarios, centuriones, tribunos, decuriones, prefectos y legados se avinieron, sumisos y serviciales, a obedecerla sin aspavimientos, sin lamentaciones, sin indignación, sin escándalos, sin burlas sin quejas, sino que, cuanto Agripina decía, al instante, de forma gustosa y rauda, cumplían? Vestida con coraza nos dijeron que asumió las funciones de jefe supremo no solo en aquella ocasión, sino en los numerosos días siguientes, y no contentándose con repartir vestidos y medicinas entre los soldados que eran indigentes y estaban heridos -sin duda buscando un favor que ansiaba y creía necesitaría-, se colocó incluso a la entrada de uno de los puentes alabando y dando las gracias a las legiones que volvían, pasó revista a los manípulos, dispuso las guardias, se ocupó de las pagas y el abastecimiento, se acercó a las enseñas, presidió las ceremonias, ofreció recompensas, presidió los militares consejos... ¡¿No lo entiendes aún, madre?!... ¿Cómo ibas a hacerlo? Para ella siempre tuviste una disculpa, pero lo cierto... lo cierto es que... ¡Némesis desencadenada! ¡Hécate enfurecida! ¡¿No lo ves?! ¡¡Agripina se había erigido a sí misma en Imperatrix, en mando supremo del ejército, con un poder mayor que el de legados y generales...!! ¡Que el de su marido Germánico! Y si así era, a mi hermano y a mi tío Tiberio, ¿qué les quedaba? Y si aún no bastara, llevaba siempre a su lado a sus mis tres sobrinos varones vestidos de soldados rasos ¡y pretendía se les llamara Césares! ¡¿Por qué tuvo que meter a mi hermano y mis sobrinos en su estúpida y ridícula guerra?! Me acusáis de sembrar la destrucción allá donde fuera, de con mis manos aniquilar esta familia que nunca existiera, pero ¿acaso en todo conflicto no hay dos bandos, dos enemigos? ¡¿Por qué solo yo?! ¡¿Por qué no ella?! ¡¡Ella, en Germania, fue quién empezó esta guerra!! ¿Por qué tenía que provocar a Tiberio de esa manera? ¿Por qué tenía que arrastrar a Germánico con ella? ¡Yo no inicié la ofensiva, sino que me vi atrapada en la defensa!

*Fotografía 1: "Rivales inconscientes", de Lawrense Alma-Tadema. Detalle
*Fotografía 2: "Agripina y Germánico", de Peter Paul Rubens
*Fotografia 3: "Sacerdotisa", de John William Godward. Detalle

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